martes, 6 de julio de 2010

Algunos de mis Cuentos

"Decía “Bulls”


Mireya Keller
Del libro de cuentos Veranos turbulentos, Buenos. Aires, 2004
Publicado también en:
Revista Alaluz, Universidad de Riverside, California, USA, 1998
Publicación Ministerio de Educación,“Ciclo Autoras de Buenos Aires”, 2004


Se pone pesada la Rosa.
Qué tendrá con mi gorro. O será porque le gané. Yo lo vi primero, encimita de la basura, como brillando para mí, sólo para mí. De puro picada. Seguro. Y porque se cree grande. No es tan grande. Como dos cabezas más que yo. Y qué. ¿Acaso las hermanas con dos cabezas más grande que uno tienen el derecho de mandonear? Porque la Rosa es así, se la cree, y dale que dale, que le haga caso, que soy un pendejo tonto y no me queda nada bien el gorro, se te cae encima del ojo, no ves que es muy grande para ti, dice, y mientras habla se me va subiendo una cosa rara hasta la garganta y le digo y qué, si es relindo, negro y con las letras rojas, y para que se ponga peor me lo encasqueto bien, aunque se ladea un poco, porque yo sé que es grande y no me importa, ni un poco me importa, y pongo la misma cara así mirando p’arriba del tonto ese que a ella le gusta y entonces me río pero me sale raro porque también tengo rabia y le grito que me queda lindo, relindo, y es mío, todo MÍO.
La Rosa no es siempre así. Ella se ganó este lugar solita. A puro pulso, le gusta decirlo, y la cara se le pone rosada y linda. No como ese día cuando casi me mata a coscorrones cuando le dije que no sabía si era tan bueno como ella dice estar aquí abajo todo el tiempo porque nunca se ve el sol y a mí me gusta ver el sol. Y ella me contestó que vaya a reclamarle a mi abuela, después que salió media muerta de la pelea con esos que se creen dueños de las calles y de todo, perros sarnosos que husmean hasta debajo del agua y no sueltan presa - eso me dijo con la cara fea que anuncia coscorrones - y cuando por fin me arregla un lugar calientito para que yo pase el invierno y esos días de lluvia que me dejan tiritando como canario mojado, así no más, sin pensar lo que ella hace por mí, se me ocurre abrir esa bocaza grande que tengo para criticarla, con lo que cuesta ganarse un lugar, y justo aquí, en el subte, porque escucha de una vez pendejo tonto, así me dijo, y otras palabras feas y gordas que se le caían de la boca y venían encima mío como relámpagos y truenos y yo tiritaba, no ves que pedir aquí abajo es de lo mejor, es lo que todos quieren.
Aunque la Rosa hable así yo sé que me quiere.
Cuando nos dormimos por ahí en algún agujero, siempre encuentra cajas para meterme adentro y ella a veces ni se tapa y dice que no importa porque para eso es grande y fuerte y no tirita como un canario tonto. Entonces le digo que estar debajo de la tierra me hace acordar a las hormigas, porque eso parecen, hormigas, toda esa gente que no para de salir de los trenes y después suben en fila por las escaleras y vienen otros y otros y yo los espero y les muestro las estampitas con santos y vírgenes y no las miran y no me miran y yo pongo esa cara que dice la Rosa, y no la pongo porque quiero dar lástima, es de verdad, casi lloro, porque si no me dan alguna moneda la Rosa no perdona y entonces otra vez se van a descargar en mi cabeza los coscorrones como lluvia con relámpagos. No me gusta la lluvia.
Hay un lugar del que casi no me acuerdo en el que siempre era verano y yo respiraba tanto aire porque no había edificios ni autos ni la gente que no te mira. Yo estaba debajo de un árbol con la Rosa que era más chica, casi como yo ahora, y atrás estaba mi mamá, grande y linda, y yo miraba la fila ordenadita de hormigas haciendo un camino negro en medio del polvo reseco. No me acuerdo bien de mi mamá. Pero sé que estaba y que era grande y linda. Sé eso no en mi cabeza, porque ahí no la encuentro, sé eso adentro mío, en un lugar que me hace cosquillas. Como ahora Rosa, le digo cuando me despierto todo mojado en el medio de la noche y, y nada, me corta la Rosa, a dormir, a dejarse de tanta huevada y a dormir, canario entumido. Entonces me arregla la caja y ella tiene unos cartones con los que también se tapa. Me dice así porque no le gusta que yo me acuerde. Es que a la Rosa se le ponen los ojos con una lluvia finita cuando hablo de esas cosas, pero como es fuerte y no tirita me dice que me deje de pensar tanta tontera. Y que entienda de una vez por todas que yo la tengo a ella y ella me tiene a mí y no hay nada más en el mundo. Ni otro lugar donde siempre es verano, ni las malditas hormigas, y que vaya viendo cómo me las voy a arreglar para conseguir más monedas, como sea, antes de que el puño se le cierre y la cara se le ponga muy fea.
No me asusto con eso porque sé que la Rosa se pone así cuando hablo de mi mamá. No le gusta que hable de mi mamá. Le crece en los ojos esa lluvia finita y le da vergüenza. Porque aunque no lo parezca, la Rosa es vergonzosa. Pero también es terrible cuando se enoja. Y ahora no sé cómo le cuento.
Porque la Rosa me quiere pero siempre está diciendo que soy un pendejo tonto y que en vez de pensar en nosotros dos pienso en cualquier cosa que pasa volando. Y a lo mejor tiene razón. Así fue cuando los vi llegar. Me olvidé de todo. Eran cuatro, dos mujeres y dos hombres y traían unos bultos en los brazos. Me quedé mirando primero a la rubia con piernas altas y la falda corta. Era linda. Se puso en el medio y sacó con mucho cuidado una flauta rara, negra y llena de botones. Después el flaco anteojudo abrió una caja grande y apareció con una guitarra muy gorda. Nunca había visto algo así. Y el otro, el más bajo de todos, se puso a tocar en otra guitarra chiquita y flaca que sonaba finito. Al lado de la flauta negra se sentó la señorita que quedaba y armó un acordeón como el que tiene un amigo de la Rosa, pero éste estaba abierto y tenía patas. Se demoraron un rato, probaban algo, hasta que se miraron los cuatro y el de la guitarra chica movió la cabeza y entonces, no sé bien qué pasó. Empezó a sonar una música que nunca había escuchado. De repente todo ahí abajo era esa música. Subía por las paredes y desaparecía en los túneles negros que se llenaron de colores. Los más lindos que vi. La música bailaba con ellos más allá de los trenes y entre las piernas de la gente y yo quería reír y llorar y bailar con ellos. Todo se movía y sonaba. Y también me hacía cosquillas adentro. Igual que como cuando me acuerdo de mi mamá. Yo los veía, a la gente y los trenes y las escaleras y las luces. Pero también habían desaparecido porque estaban adentro de la música con colores que los cuatro tocaban, juntos, o solo la rubia con la flauta negra que cantaba ronco, o el acordeón con patas, o la guitarra chica con la voz finita y después la gorda, fuerte, como el ronroneo del gato de otro amigo de la Rosa, y la música se me enroscaba como el gato y de repente me querían saltar las lágrimas y me daba vergüenza que me pasara lo de la Rosa y todos lo vieran. La música seguía y ya nada me importaba, solo quería que no se acabara nunca.
El cielo está afuera y el sol siempre se queda allá arriba. Claro que lo sé. No soy tan tonto como dice la Rosa. Por eso mismo no me va a creer cuando le cuente que esta tarde entraron, aquí abajo. No me va a creer y es la pura verdad. Primero se quedaron en el techo. Y después me miraron y se metieron adentro mío. El cielo y el sol calentándome enterito. Yo tenía un cielo y un sol míos subiendo y bajando por mi garganta y hasta los pies. La Rosa no me va a creer. Subían y bajaban muchas veces y cuando llegaban hasta mi panza era como si me estrujaran las tripas. Como cuando tengo hambre y al fin la Rosa encuentra comida. Como cuando me acuerdo del árbol con mi mamá y las hormigas. Primero duele y después es lindo. Las dos guitarras, la grande y la chica, la flauta ronca, los dedos blancos y los negros del acordeón con patas, el cielo, el sol, todo sonaba en mi panza. Y ya no me importaba nada. Ni siquiera la Rosa. Sólo estaba la música con colores y el sol y el cielo, subiendo y bajando adentro mío. La gente hormiga estaba por fin parada y también escuchaba. La caja negra donde venía la guitarra chica estaba abierta en el suelo. Parecía un cocodrilo partido al medio. Las tripas eran rojas y al fondo le brillaban algunas monedas.
Cuando la música terminó, el cielo y el sol volvieron arriba. Todas las cosas fueron de nuevo como antes y la gente hormiga otra vez se movió. Suben y bajan. No me miran. No tienen ojos. Arreglo el gorro que se me está cayendo. Así, ahora las letras rojas se pusieron derechitas. “BULLS”. Eso dicen. Me lo leyó la Rosa, porque ella sabe leer, pero dijo que no entendió. Qué me importa. Se ven tan lindas. “Bulls”. Es que a la gente de allá arriba se le ha dado por usar cosas con letras que nadie entiende, eso me dijo la Rosa, letras de otros lugares, canario, de lugares que no conocemos y que no vamos a conocer nunca. Y a mí que me importa, son relindas y están en mi gorro.
Saco las estampitas con santos y vírgenes del bolsillo y pongo esa cara que ella dice. No es para dar pena, es porque casi lloro, de verdad. Ya no tengo ni vergüenza. Y no me voy a mover de aquí. Nunca más. Es cierto lo que dice la Rosa. No puedo dejar de tiritar. Soy un canario entumido. No hay sol ni cielo. Y todavía no sé lo que me pasó. Fue como si las tripas rojas del cocodrilo abierto en el suelo me estuvieran llamando y toqué mi bolsillo y ahí estaban las monedas que había juntado ese día y sin pensar en nada, corrí y las puse todas, ahí mismo, entre las tripas. Nadie más lo hizo, ninguna gente hormiga, y la Rosa va a poner la cara de trueno y el puño con coscorrones va a caer encima mío y tiene razón, nunca voy a ser como a ella le gustaría pero igual yo sé que me quiere. Siempre dice que soy lo único que tiene en esta basura de vida.



LA VENTANA

MIREYA KELLER
Segundo Premio
X Concurso Literario Alfonso Martínez MENA
Murcia, España, 2010



Esta calle donde vivimos es como una bendición. Mucho más después de lo que pasamos, todos amontonados en una piecita oscura, húmeda y fría. Aquí en cambio las casas son amplias, de ladrillos rojos, dos pisos, jardines y el sol entra por cualquier lado. Nuestra casa también es así. Y la del vecino, un chico alto y delgado con ojos que cuando miran te atraviesan, es la más grande y bonita de la cuadra. Hay muchos perros. Es lo único malo, les tengo miedo y eso que en mi casa tenemos dos policiales, inmensos, uno de poco pelo y color café oscuro que es de mi hermano menor y todos lo quieren, dicen que es muy tierno. El otro es mucho más lindo, gris y peludo, pero es tonto y celoso, al menos eso cree mamá, que ya no lo soporta. Pobre mamá, que trabaja todo el día y llega siempre cansada con papá y su cara para adentro. Mi papá sí que es tierno, no como ese perrote grande y feo que ladra y mueve la cola cuando llega mi hermano y que a mí no me quiere, se da cuenta que ni él ni el otro perro bonito y celoso entran en mi mundo. Mi papá sí. Lo quiero tanto aunque ahora casi no me mira, anda todo el tiempo con esa cara rara que antes no tenía, como si solo se estuviera viendo para adentro y el resto no existiera. No me importa, yo lo quiero más todavía, quizás para compensarlo. Aunque a veces creo que solo fue un mal sueño. De un a día para el otro perdimos todo lo que teníamos, hasta los juguetes de mis hermanos y mi muñeca que caminaba cuando la tomaba de la mano. Y de la casa blanca y señorial – como dice mi mamá - que tenía rejas negras y altas y un jardín enorme, pasamos a la piecita en la que vivía mi abuela y nos amontonamos en una cama fría con el anafe que estaba siempre prendido y echaba un humo negro con olor feo y en el que la abuela cocinaba para todos como podía. Las conversaciones en voz baja se apagaban de golpe cuando volvíamos del colegio y mi papá estaba siempre pálido y en silencio. Hasta que por fin pudimos cambiarnos a esta casa más chiquita pero linda, con mucho esfuerzo y trabajo, como decía mamá con su voz de trueno, que esa es la voz de mamá siempre. Siento miedo cuando ella habla así porque nunca más quiero irme de acá, a ningún lado. No podría soportar perder más cosas.
Yo tengo doce años y lo quiero a mi papá pero estoy enamorada de mi vecino. No se lo cuento a nadie. La verdad, estoy loca por mi vecino. Al menos eso dice mi hermana. Porque ella sí lo sabe, dormimos en el mismo cuarto y conversamos de todo bien bajito después que papá entra y nos cubre y apaga la luz. En las mañanas nos cuesta despertarnos y mamá nos reta y después nos vamos juntas al colegio. Me puse muy contenta el día que descubrí que el vecino estudiaba en el liceo de hombres muy cercano al nuestro y podíamos encontrarnos en el bus.
Ahora vivimos lejísimo del colegio pero no me importa, me gusta este barrio de ladrillos rojos. Y me gusta mucho más porque por fin salimos de la piecita fría de mi abuela. Y porque mi vecino tiene los ojos más lindos que vi en mi vida. A mi hermana no le interesan para nada, o eso dice, ni el vecino ni el barrio, pero me sigue en todo lo que hago, como el perro de mi hermano, el que no es muy bonito pero es tierno y se llama Tobi y en cuanto lo ve no lo deja ni a sol ni a sombra. Es lo mismo que hace mi hermana. No me deja ni a sol ni a sombra. Solo tiene un año y medio menos que yo, es poco pero a veces parece un siglo. Eso pienso mientras mi hermana me pisa los talones y yo apuro el paso porque quiero estar sola. Alguna vez quiero estar sola. Y dedicarme a mirar a mi vecino aunque el bus esté lleno. Por suerte vivimos lejos y el bus se demora. Sobre todo me gusta mirarlo cuando está con esos ojos, rojos como el fuego más rojo. Son de enamorado, le digo a mi hermana, y ella me dice otra vez que estoy loca, no ve ningún fuego, y yo que sí, míralo, si hasta tiene que entrecerrar los ojos como si un volcán los estuviera quemando. Y mi hermana se burla, entre enojada y aburrida, y dice que soy el colmo de lo dramática, que de dónde saco eso. Y más se enoja cuando la hago bajarse a los apurones del bus que tomamos porque lo busqué y no estaba. Y esperamos en una esquina cualquiera, y nos subimos en el próximo, y nos volvemos a bajar y otra vez, así, hasta que él aparece, y estoy segura que lo hace a propósito, en un juego en el que nunca hablamos pero sabemos, y lo repetimos día a tras día, para desesperación de mi hermana. Después de la hora y media – o más, dependiendo de los sube y baja - que demoramos hasta llegar a nuestra parada, que es la misma parada de él, tenemos exactamente cinco cuadras hasta la casa y él un poco más. Las caminamos muy lento, y yo sujeto a mi hermana y voy despacito para que Adolfo, que así se llama nuestro vecino, pase adelante, y luego él hace lo mismo y tenemos que pasar nosotras y mi hermana muerta de rabia por lo que yo hago y la hago hacer a ella. Claro que todo tiene su precio, dice que le va a contar a mamá, que soy muy chica para andar haciendo estas cosas y que me van a castigar, y yo lo creo, seguro, me van a castigar aunque papá me defienda porque mamá es mucho más estricta. Mamá dirige todo con su voz de trueno. Pero yo me guardo los vueltos y no me compro ni un caramelo ni el chocolate con avellanas que me encanta para darle todo a mi hermana. Hay que pagar el silencio.
Mamá y papá no se dan cuenta de nada porque llegan tarde y cansados, trabajan mucho. A veces escucho que hablan de pagos y cuentas y se pelean y me vuelve el miedo hasta que papá entra despacito a nuestro cuarto y nos tapa. No dice nada. Sólo nos mira. El perro de mi hermano también me mira pero con malos ojos y el celoso cada vez peor, mamá dice que lo va a regalar, ya no lo aguanta. Sólo papá vive en su mundo, queriéndonos, pero aislado. Eso me pone muy triste y espero que algún día vuelva a ser como antes, cuando me sentaba en sus rodillas y yo me peleaba con mi hermana por ese lugar y él nos contaba historias de su pueblo.
Al fin llegó el verano y hace calor y pasan los heladeros y todo está verde, mi casa y el barrio parecen más alegres todavía y me olvido de mis miedos. Por suerte quedaron tan lejos los días fríos en la pieza de la abuela. Sólo a mi papá se le quedó para siempre esa vida como de heladera adentro del alma y no tiene ganas de contarnos sus historias. Creo que no tiene ganas de nada ahora que su cara está cada vez más para adentro. Cuando nos dimos cuenta que con el verano se nos terminaba el colegio y ya no íbamos a poder seguir con el jueguito de cambiarnos de bus y encontrarnos con mi vecino, decidimos otra estrategia. Es decir, la decidió mi hermana, porque dice que yo soy una romanticota sin solución y que estoy loca de remate y que si seguimos así nunca vamos a saber a quién mira el vecino, porque puede ser a ella y no a mí. Si fuera como dice mi hermana, me muero. Lo pienso pero no le digo nada. Así que combinamos las dos, decididas por fin a todo, y nos vinimos directo del colegio, sin esperarlo, y nos instalamos en la ventana de nuestro dormitorio, en el segundo piso. Me gusta que nuestra casa tenga dos pisos y que no estemos todos apiñados en un solo cuarto como con la abuela. Esperamos, y cuando ya parecía que no venía, que ese día estaba perdido, lo vimos. Él tenía que pasar por nuestra casa para ir hasta la suya, pero otras veces, en cuanto lo veíamos aparecer en la esquina nos agachábamos y permanecíamos escondidas. Ahora sería diferente, nos quedaríamos en la ventana y apostamos a que se detendría y nos hablaba. Porque hasta ahí nunca habíamos cruzado palabra. Nuestros juegos eran mudos, solo de miraditas y pasarnos unos a otros mientras caminábamos. Mi hermana dijo que esta vez yo me escondiera. Que teníamos que saber por cuál de las dos se decidía. Mi hermana siempre tan práctica. Que ya no aguantaba más esos jueguitos aburridos. Y así fue, se quedó ella en la ventana porque siempre me gana en todo y dijo, bueno, si me habla, ya está, quiere decir que yo soy la elegida. Si no me habla y pasa de largo, la próxima vez te quedas tú en la ventana.
Alfonso no pasó de largo, al contrario, se detuvo frente a nuestra ventana y por primera vez escuché su voz:
- Hola, ¿está tu hermana? – dijo fuerte y decidido.
Aun escondida, sin poder creerlo, me apoyé en la pared con el corazón golpeándome el pecho y me parecía que no respiraba más, nunca más, y ya nada me importaba.
Como ahora, no me importa lo que dice mi hermana. Que no tengo doce años, dice. Y que no vivimos juntas y hace mucho tiempo que nos fuimos de la casa de ladrillos rojos. Yo no le creo, por eso no me importa. Si esta calle es la más linda del mundo porque cuando miro por la ventana ahí abajo está Alfonso con esos ojos como volcanes en erupción. Siempre lo veo, viene caminando y se para frente a nuestra casa y le pregunta a mi hermana por mí y yo me pongo tan contenta que ni siquiera puedo respirar. Pero ella, que es muy práctica, dice que las cosas se me confunden. Que no son como yo creo. Lo que tengo son algunos recuerdos y las otras cosas que pasaron las olvidé. Que ese mismo día que Alfonso habló con nosotras fue muy triste, papá se fue de la casa y nunca más supimos de él. Que al perro celoso terminaron regalándolo y a Tobi, el perro tierno de mi hermano, a pesar de sus ruegos también lo dieron porque tuvimos que dejar la casa de ladrillos rojos y volvimos a la pieza fría de la abuela con el anafe que dejaba el humo negro en las paredes. Y que a Adolfo nunca más lo vimos porque la abuela vivía en el centro y ya no teníamos que tomar el mismo bus con el que atravesábamos casi todo Santiago. Que pasó mucho tiempo desde entonces. Pero yo no le creo. Dice eso porque Alfonso se decidió por mí y no por ella. Todavía le dura la rabia. Y después me sigue contando cosas feas que no quiero escuchar. Que la abuela murió y que a mamá se le terminó la voz de trueno y se metió en la cama fría de la piecita con el anafe y no se levantó más. Por eso no me gusta cuando viene mi hermana porque siempre repite las mismas cosas y yo me tapo los oídos y le grito que se vaya, que se vaya de una vez por todas porque quiero estar sola y quedarme en la ventana del segundo piso de nuestra casita de ladrillos rojos y mirar desde ahí esta calle que es como una bendición porque ya viene Adolfo. Cuando grito así llega corriendo una enfermera que no conozco y todo se vuelve negro y me quedo dormida. A veces quiero quedarme dormida para siempre y no saber más de nadie. Igual, mi hermano no viene nunca. Mi papá tampoco viene y no me tapa en las noches. Pero odio a mi hermana cuando dice que no lo espere más porque se fue para siempre. Y repite lo mismo y lo mismo. Que no tengo doce años. Ni estoy en la casita de ladrillos. ¡No es cierto! Le grito y de nuevo aparece la enfermera y queda todo negro en mi cabeza. Lo único que hace que me despierte es la luz en la ventana del segundo piso. Entonces me levanto y me quedo ahí, todo el tiempo del mundo, viendo pasar el bus que tomamos para ir al colegio y a Adolfo con sus ojos incendiados y cuando nos bajamos con mi hermana y empezamos los jueguitos de pasarnos unos a otros mientras caminamos y no nos hablamos la veo siempre enojada, en cambio mi papá nunca se enoja pero tiene una cara rara cuando nos tapa de noche, y llega Alfonso y le habla porque ella se quedó en la ventana mientras yo me escondo y escucho, bien fuerte y clarito, ¿está tu hermana?
Entonces el corazón me golpea como loco en el pecho y ya no me importa nada, ni siquiera respirar más, nunca más.



La pistolera


Mireya Keller
Segundo Premio
Concurso de Cuentos Victoria Ocampo, 2003
Del libro Veranos Turbulentos


Ese mismo día, crecí. Después del incendio. Y las cosas nunca más fueron las mismas. Los lobos que se escondían en el bosque de eucaliptos y aparecían en las noches sin lunas, las brujas que espiaban entre el trigo y la maleza, los girasoles con sus cabezas tan respingadas durante el día y doblados y oscuros cuando el sol se escapaba, allá donde la vista ni alcanza porque nunca se termina la estancia de esa gente muy rica a la que nunca vemos, pero nos cuenta la abuela, todo eso y en especial la pistolera, nunca más fueron los mismos.
Era lo que más me gustaba de los veranos. Cuando nos quedábamos solos, con mis hermanos, los primos y algún amigo y nos perdíamos por esos lugares en los que todo era verde y amarillo y no había ni caminos. Entonces vivíamos muy lejos, en otro país, y hablábamos diferente porque hacía mucho tiempo que vivíamos en ese lugar donde casi siempre hacía calor y era verano. Los primos y los amigos se reían, y a mí no me gustaba, y mis hermanos, que son más grandes, me decían que para qué les hacía caso, total, era divertido hablar distinto y que no nos entendieran, y los miraban a los demás con aire de suficiencia, eso decían los primos cuando nos peleábamos, de dónde sacan esos airecitos ustedes, tan suficientes, tan insoportables. Pero ellos en cambio casi siempre ganaban la guerra, cuando los abuelos ya dormían y cerrábamos las puertas y todo volaba, no solo las almohadas volaban, zapatillas, zapatos, pelotas, lo que hubiera a mano. Me gustaban esos veranos llenos de gente a los que veíamos solo una vez al año. Donde vivíamos no había el bosque de eucaliptos, con los árboles tan altos que parecían tocar el cielo y cuando venía el viento más fuerte, desde el mar, se doblaban enteros y aullaban. Eso les decía a mis hermanos, que son más grandes, y se reían porque decían que no eran los árboles que aullaban, eran los lobos. No me gusta que se rían de mí, porque estoy seguro, sí eran los árboles. A lo mejor estaban rodeados de lobos, no sé, porque cuando hacían pruebas para ver quién llegaba más cerca del bosque, de noche, ni una luz, ni luna ni estrellas, esas eran las mejores noches para hacer las pruebas, los abuelos salían y era como nuestra fiesta secreta, yo nunca alcancé a llegar. Me devolvía cuando empezaba el trigal y me decían mariquita y esas cosas que me hacían llorar, pero me daba miedo ir más allá, estaba lleno de malezas y espinos y después me amenazaban con la muerte, o el degüello, si les contaba algo a los abuelos, y eso era peor que morirse, por la cara que ponían todos cuando la pistolera nos perseguía con el machete en la mano y nos gritaba, chiquillos de porquería, acérquense no más que los degüello, uno por uno, no me importa cuántos sean.
La casa de los abuelos era blanca, con techo rojo y no tan grande, pero cabíamos todos. Cada pieza tenía muchos camarotes y nos peleábamos por dormir arriba. Siempre ganaban mis hermanos. Me daba mucha rabia y cuando ponía cara de que iba a llorar, me decían, hay que hacerse hombre, nada de mariquitas aquí, y bueno, no me importaba tanto porque sabía que después venía la guerra y los primos iban a ganar. La casa no es como donde vivimos, está sola al lado de un campo de trigo, que es todo amarillo, como mi pelo, eso me gritan cuando pasan llevando las vacas los hijos de la pistolera y también me da rabia y quiero gritarles pero se escapan rápido y después aparece la madre montando el caballo negro que los primos dicen que se lo presta el diablo. Más allá del trigal está el bosque de eucaliptos, y atrás del bosque, la estancia enorme que nunca se acaba con los girasoles. Del otro lado de la casa hay un campo baldío en el que jugamos fútbol, todos, los hombres y las mujeres también, aunque no sé para qué, no sirven, le tienen miedo a la pelota, se le escapan, pero igual corremos y traspiramos y nos reímos mucho, a veces de rabia, a veces de verdad, porque ellas no hacen nada. Eso cuando está todo bien y no se arman líos porque a los primos les gusta ganar siempre. Al frente, escondida por las malezas altas, apenas se divisa el techo de la casa de la pistolera, que no es rojo como el de mi abuela. La llaman así, con ese nombre, porque dicen que es muy mala. Yo nunca le vi pistolas, pero sí el machete. Ella tiene los cuatro hijos que me gritan lo del pelo amarillo y muchos chanchos que huelen mal, lo sentimos desde la casa de la abuela, y se pone peor cuando sopla el viento desde la playa. También tiene cuatro vacas y desde el último verano, después de que llovió tanto que la abuela dijo que casi nos ahogamos y vino la inundación por todos lados, la pistolera tiene unos patos que nadan en el laguito que se hizo donde había como un camino de tierra que bajaba entre los pastizales. Más allá de la casa de la pistolera, que siempre anda en ese caballo negro y enorme, mucho más allá, está el mar. No se ve desde aquí, pero uno sabe porque cuando viene el viento trae un olor salado que se pega en todo. Cuando los días están lindos vamos con mis hermanos y los primos hasta la playa, que tiene gaviotas. No me gusta mucho la playa, está llena de gente y la arena me pica. Yo quiero ir de noche, pero nunca me dejan. Lo que más me gusta es el cielo de la playa y de la casa de la abuela, lleno de estrellas, cerquita de la cabeza, cuando no hay nubes. También me gusta cuando sale la luna encima del mar y alumbra con esa luz fría y se columpia en las olas, sube y baja, y seguro que la da cosquillas en la panza, como a mí cuando venimos en el avión y sube y baja, me gusta venir en el avión y entrar por las nubes que parecen algodones blanditos y salimos cerca del sol que brilla tanto que no puedo ver nada y más me gusta cuando es de noche y tengo las estrellas a mi lado, en la ventana, y el avión da vueltas y hunde en el cielo un ala, y partimos las nubes, y después todo se pone feo y negro cuando empezamos a aterrizar. Me gustan los aviones y el cielo.
En las noches, a veces sueño con la pistolera que se acerca al galope en su caballo y no hay nada más, ni playa, ni casa, ni cielo, solo están el caballo y la pistolera ocupando todo, el trigal y la arena están oscuros y llenos de fantasmas. Y a veces son los lobos que aparecen en mi sueño en las noches sin luna, entre los árboles que aúllan, cuando las sombras se esconden más allá del trigal, más allá de los girasoles que ahora están cerrados, verdes y oscuros, el botón amarillonaranja del medio también está escondido y me asusto y despierto traspirando y ahí están mis hermanos, me miran y mejor no les cuento nada porque van a volver a decirme mariquita, hay que hacerse hombre, carajo.
Eso me dicen también cuando corremos hasta el laguito de los patos y vamos con palos y les tiramos piedras y viene la pistolera con los cuatro hijos, que no es una pistolera de verdad, es una bruja, eso dicen los primos, que en vez de tener una escoba para volar como en los cuentos tontos que nos contaban, tiene un caballo negro y un machete enorme para cortarle el cuello a los niños, los buenos y los malos, no le importa. Y aunque mis primos y mis hermanos son grandes, igual salimos todos corriendo.
Pero este verano fue el incendio. Hacía un calor que derretía los techos, eso decía mi abuela y nos mandó a todos a la playa. Pero era igual, el aire caliente, la arena imposible de pisar, moscas y mosquitos que se metían por la boca y la nariz, entrábamos al agua y al salir parecía que nos secaba el viento caliente del África, eso decían mis hermanos y no querían jugar a nada y yo me aburría y la arena me picaba más que nunca. Hasta que nos avisaron que fuéramos rápido hasta la casa. Nunca había visto algo así. Tampoco mis hermanos. Ni los primos. Ya desde lejos se sentía el ruido. Como lobos devorando. Crujía el trigal. Los árboles tronaban. El olor era sofocante. El humo negro se extendía casi hasta la misma playa. Las llamas naranjas y rojas avanzaban, como un ejército en combate, disparando para todos lados, cada vez más rápido. Se iban arrastrando entre el trigo, seguían por el bosque, dios, era insoportable el ruido, el ruido, y otra vez el ruido, como si los eucaliptos se quejaran, o a lo mejor eran los fantasmas que gritaban. El humo negro subía por el cielo como nubes de tela gruesa. El día se hizo noche. El calor era irrespirable. En donde había una llave de agua nos pusimos todos con los baldes que repartía la abuela. En fila, los pasábamos, cada vez más rápido. Era inútil, el fuego nos ganaba. Los bomberos no llegaban y estábamos rodeados. Entonces la abuela, desesperada, gritó entren rápido y saquen lo que puedan, lo más importante, y yo corrí hasta mi pieza y saqué la pelota y casi me asfixio. Después vinieron otros hombres con palas y ramas. Hay que pegarle al fuego para que no avance, gritaban. El calor se ponía peor, todo era rojo, el aire debajo de la tela negra, los árboles encendidos, la cara de mis hermanos, las manos bajo el tizne negro. Y desde los árboles venían más truenos. O gemidos, no sabíamos. Todos empezaron a decir que había sido la pistolera, de puro mala, con esos hijos gritones y los animales. Que alguno había encendido la mecha. Otros decían que era ese calor del infierno. Ni una nube, nada de lluvia, lejos la tormenta. Que así el pasto se incendia solo. Todo a la vuelta y más allá de donde alcanzaba la vista era una sola llamarada. Hasta que cambió el viento y nos salvó una parte de la casa. El incendio siguió otro camino, devorando. Duró varios días. Los bomberos despejaron carros y carros de agua. Hombres con mantas y machetes guerreaban como podían entre las llamas. Lo peor era cuando se acababa el día. Quedaban los carbones encendidos y venía de nuevo el viento que podía dispararse para cualquier lado y todo empezaba. Esas noches estuvimos haciendo guardia, cada hora cambiábamos el turno. Primero no querían dejarme, pero las horas y los días pasaban y todos los ojos eran necesarios. No hice guardia solo, me acompañó uno de mis hermanos. Por fin descansamos cuando no quedó ni un solo tronco encendido. Entonces miramos. No había ni trigo, ni bosque, ni girasoles. Tampoco había lobos. O habían huido. Una parte de la casa de la abuela hubo que clausurarla. Los primos con los amigos se volvieron a sus casas. La abuela estaba triste y asustada. A la pistolera se le murieron varios animales. Los hijos no gritaban. El pasto y la maleza alta que antes escondía la casa ya no estaba. Y entonces la vimos. Se había bajado del caballo y era bajita, casi de mi porte. Recorría con el machete los pastos quemados. La casa era apenas un rancho con puertas y ventanas de cartones que se habían quemado. Los cuatro hijos ahora lloraban. La vimos sentarse en medio de la destrucción. El incendio había dejado todo a la vista. La cabeza baja, como derrotada. Por un momento. Luego se subió al caballo, tomó el machete como si fuera bandera, y al galope por los campos, iba gritando, al diablo carajo, no va a ser un incendio de mierda el que me voltee, sola como las ratas he criado estos hijos, no va a ser un incendio de mierda el que destruya a la pistolera, gritaba al galope endemoniado del caballo, enorme otra vez, como una sombra que crecía entre las sombras que se habían salvado, y ninguno de nosotros nos atrevimos a pronunciar ni una sola palabra.

viernes, 25 de junio de 2010

¡Así vale la pena!

¡Así vale la pena!

Visita al Comercial N°7 D.E.10
24 de junio, 2010

Para todos los detractores de la educación actual, de los jóvenes de hoy y de los “pobres” profesores, mal pagados, agredidos, etcétera, etcétera, van estas palabras de profunda admiración por un grupo de profesores y alumnos que ha despecho y contramano de lo que se opina, o a pesar de que sea cierto lo que se opina, poseen la mística y la decisión de la excelencia. "El lector como intérprete y productor de conocimiento" es el proyecto de estimulación a la lectura que se desarrolla en el marco de los módulos institucionales del Plan de Fortalecimiento Educativo del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. La asistente técnica es Mercedes Baliero y los profesores participantes son: Martha Esviza, de Lengua y Literatura, Guillermo Birari, de Historia, Graciela Torres, de Lengua y Literatura, Mercedes Playán, de Música, María Inés Fanton, de Plástica y Adriana Maggio, de Lengua y Literatura y coordinadora del proyecto. Tres de mis cuentos: “Los hombres no lloran”, “Decía Bulls” y “La pistolera”, fueron desmenuzados y analizados desde el ámbito de las cuatro cátedras: Lengua y Literatura, Historia, Plástica y Música. Agradezco profundamente a este grupo por el trabajo realizado, no porque los elegidos hayan sido mis textos, sino porque concretan, en primer lugar, un gran trabajo de equipo interdisciplinario y porque justamente con este trabajo han estimulado la creatividad y la atención de los chicos. Ayer, jueves 24 de junio, he sido partícipe de este proyecto, como visita y entrevistada, y he podido apreciar de cerca el resultado feliz de esta combinación de trabajo y esfuerzo conjunto entre profesores y alumnos. Luego del diálogo respetuoso y el intensivo intercambio con los chicos de cinco cursos del Comercial N°7 de entre catorce y diecisiete años, al final de la entrevista me entregaron como resultado del proyecto los trabajos de los alumnos en cada una de estas disciplinas con el intertexto de los cuentos y un CD con música y lectura de un fragmento de uno de ellos. Los recibí con gran emoción y alegría. Sin duda, el esfuerzo conjunto da resultados y ¡vale la pena! Desde aquí, mi reconocimiento a todos los promotores y participantes de este valioso proyecto.
Mireya Keller

sábado, 5 de junio de 2010

Chile no es solo una larga franja de tierra sacudida por terremotos




Marzo:
Con recelo, o mejor dicho, con miedo, volví a Chile. Pero esta vez, de manera distinta, como una turista en busca del hilo nerudiano a través de sus casas. Fue una experiencia maravillosa. Además de que la tierra se mostró benevolente y no se produjo ninguna réplica durante nuestra visita, fue un viaje de recuperación, lo más profundo de mis lecturas y sentimientos, esas palabras que se hicieron raíces en el alma y me volvieron a sacudir. Un temblor interno, violento, y al mismo tiempo dulce. Las casas de Neruda son él, son su poesía, son su vida. Y el mar que no tan tranquilo nos baña, es su mar y es mi mar, el del recuerdo y también el de mis narraciones. Imborrable y permanente.
Van algunas fotos de esos días.

miércoles, 2 de junio de 2010

Los premios literarios: ¡Una aguja en un pajar!

Eso son los premios literarios, como encontrar una aguja en un pajar. Pero ¡por dios qué bien vienen! Gran estímulo y reconocimiento para ese laborioso y solitario trabajo de narrar. Un segundo premio, dinero, videoconferencia en directo y libro, ya son más que un estímulo. Además, debo reconocer, qué correción en los españoles, porque de ellos se trata. Impecables, puntuales y considerados, procedieron a la Premiación, en Murcia, España, lejana tierra, de mi cuento La ventana, seleccionado entre 724 trabajos llegados de todas partes del mundo, con un jurado impecable: tres catedráticos de letras de las universidades de Madrid, Murcia y Alhama, una escritora y el Concejal de Cultura del Ayuntamiento de Alhama de Murcia. ¡Un lujo! Y luego la tecnología, que esta vez se comportó bondadosa y no cometió ningún desacierto, por lo que pudimos comunicarnos en directo, perfectamente, y a pesar de la distancia estar presente, aunque a través de una pantalla, en el acto de premiación. ¡Lindísima experiencia!

Ahí va el cuento:

L A V E N T A N A


Esta calle donde vivimos es como una bendición. Mucho más después de lo que pasamos, todos amontonados en una piecita oscura, húmeda y fría. Aquí en cambio las casas son amplias, de ladrillos rojos, dos pisos, jardines y el sol entra por cualquier lado. Nuestra casa también es así. Y la del vecino, un chico alto y delgado con ojos que cuando miran te atraviesan, es la más grande y bonita de la cuadra. Hay muchos perros. Es lo único malo, les tengo miedo y eso que en mi casa tenemos dos policiales, inmensos, uno de poco pelo y color café oscuro que es de mi hermano menor y todos lo quieren, dicen que es muy tierno. El otro es mucho más lindo, gris y peludo, pero es tonto y celoso, al menos eso cree mamá, que ya no lo soporta. Pobre mamá, que trabaja todo el día y llega siempre cansada con papá y su cara para adentro. Mi papá sí que es tierno, no como ese perrote grande y feo que ladra y mueve la cola cuando llega mi hermano y que a mí no me quiere, se da cuenta que ni él ni el otro perro bonito y celoso entran en mi mundo. Mi papá sí. Lo quiero tanto aunque ahora casi no me mira, anda todo el tiempo con esa cara rara que antes no tenía, como si solo se estuviera viendo para adentro y el resto no existiera. No me importa, yo lo quiero más todavía, quizás para compensarlo. Aunque a veces creo que solo fue un mal sueño. De un a día para el otro perdimos todo lo que teníamos, hasta los juguetes de mis hermanos y mi muñeca que caminaba cuando la tomaba de la mano. Y de la casa blanca y señorial – como dice mi mamá - que tenía rejas negras y altas y un jardín enorme, pasamos a la piecita en la que vivía mi abuela y nos amontonamos en una cama fría con el anafe que estaba siempre prendido y echaba un humo negro con olor feo y en el que la abuela cocinaba para todos como podía. Las conversaciones en voz baja se apagaban de golpe cuando volvíamos del colegio y mi papá estaba siempre pálido y en silencio. Hasta que por fin pudimos cambiarnos a esta casa más chiquita pero linda, con mucho esfuerzo y trabajo, como decía mamá con su voz de trueno, que esa es la voz de mamá siempre. Siento miedo cuando ella habla así porque nunca más quiero irme de acá, a ningún lado. No podría soportar perder más cosas.
Yo tengo doce años y lo quiero a mi papá pero estoy enamorada de mi vecino. No se lo cuento a nadie. La verdad, estoy loca por mi vecino. Al menos eso dice mi hermana. Porque ella sí lo sabe, dormimos en el mismo cuarto y conversamos de todo bien bajito después que papá entra y nos cubre y apaga la luz. En las mañanas nos cuesta despertarnos y mamá nos reta y después nos vamos juntas al colegio. Me puse muy contenta el día que descubrí que el vecino estudiaba en el liceo de hombres muy cercano al nuestro y podíamos encontrarnos en el bus.
Ahora vivimos lejísimo del colegio pero no me importa, me gusta este barrio de ladrillos rojos. Y me gusta mucho más porque por fin salimos de la piecita fría de mi abuela. Y porque mi vecino tiene los ojos más lindos que vi en mi vida. A mi hermana no le interesan para nada, o eso dice, ni el vecino ni el barrio, pero me sigue en todo lo que hago, como el perro de mi hermano, el que no es muy bonito pero es tierno y se llama Tobi y en cuanto lo ve no lo deja ni a sol ni a sombra. Es lo mismo que hace mi hermana. No me deja ni a sol ni a sombra. Solo tiene un año y medio menos que yo, es poco pero a veces parece un siglo. Eso pienso mientras mi hermana me pisa los talones y yo apuro el paso porque quiero estar sola. Alguna vez quiero estar sola. Y dedicarme a mirar a mi vecino aunque el bus esté lleno. Por suerte vivimos lejos y el bus se demora. Sobre todo me gusta mirarlo cuando está con esos ojos, rojos como el fuego más rojo. Son de enamorado, le digo a mi hermana, y ella me dice otra vez que estoy loca, no ve ningún fuego, y yo que sí, míralo, si hasta tiene que entrecerrar los ojos como si un volcán los estuviera quemando. Y mi hermana se burla, entre enojada y aburrida, y dice que soy el colmo de lo dramática, que de dónde saco eso. Y más se enoja cuando la hago bajarse a los apurones del bus que tomamos porque lo busqué y no estaba. Y esperamos en una esquina cualquiera, y nos subimos en el próximo, y nos volvemos a bajar y otra vez, así, hasta que él aparece, y estoy segura que lo hace a propósito, en un juego en el que nunca hablamos pero sabemos, y lo repetimos día a tras día, para desesperación de mi hermana. Después de la hora y media – o más, dependiendo de los sube y baja - que demoramos hasta llegar a nuestra parada, que es la misma parada de él, tenemos exactamente cinco cuadras hasta la casa y él un poco más. Las caminamos muy lento, y yo sujeto a mi hermana y voy despacito para que Adolfo, que así se llama nuestro vecino, pase adelante, y luego él hace lo mismo y tenemos que pasar nosotras y mi hermana muerta de rabia por lo que yo hago y la hago hacer a ella. Claro que todo tiene su precio, dice que le va a contar a mamá, que soy muy chica para andar haciendo estas cosas y que me van a castigar, y yo lo creo, seguro, me van a castigar aunque papá me defienda porque mamá es mucho más estricta. Mamá dirige todo con su voz de trueno. Pero yo me guardo los vueltos y no me compro ni un caramelo ni el chocolate con avellanas que me encanta para darle todo a mi hermana. Hay que pagar el silencio.
Mamá y papá no se dan cuenta de nada porque llegan tarde y cansados, trabajan mucho. A veces escucho que hablan de pagos y cuentas y se pelean y me vuelve el miedo hasta que papá entra despacito a nuestro cuarto y nos tapa. No dice nada. Sólo nos mira. El perro de mi hermano también me mira pero con malos ojos y el celoso cada vez peor, mamá dice que lo va a regalar, ya no lo aguanta. Sólo papá vive en su mundo, queriéndonos, pero aislado. Eso me pone muy triste y espero que algún día vuelva a ser como antes, cuando me sentaba en sus rodillas y yo me peleaba con mi hermana por ese lugar y él nos contaba historias de su pueblo.
Al fin llegó el verano y hace calor y pasan los heladeros y todo está verde, mi casa y el barrio parecen más alegres todavía y me olvido de mis miedos. Por suerte quedaron tan lejos los días fríos en la pieza de la abuela. Sólo a mi papá se le quedó para siempre esa vida como de heladera adentro del alma y no tiene ganas de contarnos sus historias. Creo que no tiene ganas de nada ahora que su cara está cada vez más para adentro. Cuando nos dimos cuenta que con el verano se nos terminaba el colegio y ya no íbamos a poder seguir con el jueguito de cambiarnos de bus y encontrarnos con mi vecino, decidimos otra estrategia. Es decir, la decidió mi hermana, porque dice que yo soy una romanticota sin solución y que estoy loca de remate y que si seguimos así nunca vamos a saber a quién mira el vecino, porque puede ser a ella y no a mí. Si fuera como dice mi hermana, me muero. Lo pienso pero no le digo nada. Así que combinamos las dos, decididas por fin a todo, y nos vinimos directo del colegio, sin esperarlo, y nos instalamos en la ventana de nuestro dormitorio, en el segundo piso. Me gusta que nuestra casa tenga dos pisos y que no estemos todos apiñados en un solo cuarto como con la abuela. Esperamos, y cuando ya parecía que no venía, que ese día estaba perdido, lo vimos. Él tenía que pasar por nuestra casa para ir hasta la suya, pero otras veces, en cuanto lo veíamos aparecer en la esquina nos agachábamos y permanecíamos escondidas. Ahora sería diferente, nos quedaríamos en la ventana y apostamos a que se detendría y nos hablaba. Porque hasta ahí nunca habíamos cruzado palabra. Nuestros juegos eran mudos, solo de miraditas y pasarnos unos a otros mientras caminábamos. Mi hermana dijo que esta vez yo me escondiera. Que teníamos que saber por cuál de las dos se decidía. Mi hermana siempre tan práctica. Que ya no aguantaba más esos jueguitos aburridos. Y así fue, se quedó ella en la ventana porque siempre me gana en todo y dijo, bueno, si me habla, ya está, quiere decir que yo soy la elegida. Si no me habla y pasa de largo, la próxima vez te quedas tú en la ventana.
Alfonso no pasó de largo, al contrario, se detuvo frente a nuestra ventana y por primera vez escuché su voz:
- Hola, ¿está tu hermana? – dijo fuerte y decidido.
Aun escondida, sin poder creerlo, me apoyé en la pared con el corazón golpeándome el pecho y me parecía que no respiraba más, nunca más, y ya nada me importaba.
Como ahora, no me importa lo que dice mi hermana. Que no tengo doce años, dice. Y que no vivimos juntas y hace mucho tiempo que nos fuimos de la casa de ladrillos rojos. Yo no le creo, por eso no me importa. Si esta calle es la más linda del mundo porque cuando miro por la ventana ahí abajo está Alfonso con esos ojos como volcanes en erupción. Siempre lo veo, viene caminando y se para frente a nuestra casa y le pregunta a mi hermana por mí y yo me pongo tan contenta que ni siquiera puedo respirar. Pero ella, que es muy práctica, dice que las cosas se me confunden. Que no son como yo creo. Lo que tengo son algunos recuerdos y las otras cosas que pasaron las olvidé. Que ese mismo día que Alfonso habló con nosotras fue muy triste, papá se fue de la casa y nunca más supimos de él. Que al perro celoso terminaron regalándolo y a Tobi, el perro tierno de mi hermano, a pesar de sus ruegos también lo dieron porque tuvimos que dejar la casa de ladrillos rojos y volvimos a la pieza fría de la abuela con el anafe que dejaba el humo negro en las paredes. Y que a Adolfo nunca más lo vimos porque la abuela vivía en el centro y ya no teníamos que tomar el mismo bus con el que atravesábamos casi todo Santiago. Que pasó mucho tiempo desde entonces. Pero yo no le creo. Dice eso porque Alfonso se decidió por mí y no por ella. Todavía le dura la rabia. Y después me sigue contando cosas feas que no quiero escuchar. Que la abuela murió y que a mamá se le terminó la voz de trueno y se metió en la cama fría de la piecita con el anafe y no se levantó más. Por eso no me gusta cuando viene mi hermana porque siempre repite las mismas cosas y yo me tapo los oídos y le grito que se vaya, que se vaya de una vez por todas porque quiero estar sola y quedarme en la ventana del segundo piso de nuestra casita de ladrillos rojos y mirar desde ahí esta calle que es como una bendición porque ya viene Adolfo. Cuando grito así llega corriendo una enfermera que no conozco y todo se vuelve negro y me quedo dormida. A veces quiero quedarme dormida para siempre y no saber más de nadie. Igual, mi hermano no viene nunca. Mi papá tampoco viene y no me tapa en las noches. Pero odio a mi hermana cuando dice que no lo espere más porque se fue para siempre. Y repite lo mismo y lo mismo. Que no tengo doce años. Ni estoy en la casita de ladrillos. ¡No es cierto! Le grito y de nuevo aparece la enfermera y queda todo negro en mi cabeza. Lo único que hace que me despierte es la luz en la ventana del segundo piso. Entonces me levanto y me quedo ahí, todo el tiempo del mundo, viendo pasar el bus que tomamos para ir al colegio y a Adolfo con sus ojos incendiados y cuando nos bajamos con mi hermana y empezamos los jueguitos de pasarnos unos a otros mientras caminamos y no nos hablamos la veo siempre enojada, en cambio mi papá nunca se enoja pero tiene una cara rara cuando nos tapa de noche, y llega Alfonso y le habla porque ella se quedó en la ventana mientras yo me escondo y escucho, bien fuerte y clarito, ¿está tu hermana?
Entonces el corazón me golpea como loco en el pecho y ya no me importa nada, ni siquiera respirar más, nunca más.

MIREYA KELLER
Segundo Premio
X Concurso Literario Alfonso Martínez MENA
Murcia, España, 2010

lunes, 5 de abril de 2010

¡2010!

Me está costando mucho trabajo entrar en este 2010 que tanto dolor y destrucción está dejando a poco de comenzar. Primero fue la muerte y devastación que quedó tras el terremoto de Haití, comenzando recién el año, y luego, al mes siguiente, el fuertísimo terremoto de Chile. Vivir lejos, tanto tiempo, no disminuyó en absoluto la sensación de orfandad que hizo que esta tragedia en mi país me sacudiera hasta los pliegues más profundos. La sensación de que no estaba pisando tierra firme, a pesar de saber que estaba en tierra firme, me dejó primero horrrorizada, luego en absoluta parálisis, suspendida en el tiempo, por horas y horas inmóvil frente a las noticias del televisor que reproducía una y otra vez las imágenes del horror. Y por fin, las lágrimas, que parece ser que mojan el alma, y entonces la necesidad urgente del contacto físico con mi familia, los amigos, los conocidos, los desconocidos, la sociedad entera de la que hace mucho solo formo parte circunstancial, pero que es todo mío, y estos sacudones de la naturaleza te hacen saber que ahí están tus raíces, intactas, no importa el tiempo que transcurra, ni el rumbo que toma tu vida, porque todo lo que eres o lo que no eres, está adentro tuyo, marcado a fuego. Y entonces pienso, por suerte, está adentro, no soy ajena, no quiero ser ajena, en lo bueno y en lo malo, como dicen por ahí, hasta que la muerte nos separe, o quizás más allá de la muerte.
Bueno, y aquí seguimos andando, como dice Mercedes Soza cuando canta a Atahualpa, curtidos de soledad, y con nosotros nuestros muertos, para que nadie quede atrás. Aquí seguimos, recién comenzando en abril este año 2010 que esperamos se tranquilice y traiga mejores cosas para todos.