PRIMER CAPÍTULO
Al otro lado del mar
Mireya
Keller
1
El azúcar es cosa buena para comer, eso me digo
con desesperación cuando pienso en dulce y la boca se me hace agua. Entonces me
levanto de un salto de la silla de la cocina y para no pensar miro a través de
la ventana. Solo veo frío y nieve. Nieve blanca como el azúcar. Que no sirve
para comer. Y siento ganas de llorar ante ese paisaje congelado y solitario y
no lo hago porque ya no hay lugar ni para las lágrimas. No quiero recordar cómo
era nuestra vida cuando transcurría tan apacible, en una tranquilidad sin
sospechas. No sé si quiero recordar como éramos antes de que todo se
convirtiera en un infierno. Es difícil decir infierno cuando lo único que se
extiende más allá de la vista es frío y silencio. Pero también es el infierno
cuando las cosas más rutinarias y simples de la vida se vuelven inaccesibles.
Como el azúcar. Ya no tenemos ni siquiera para el té que es lo único que
tomamos casi todo el día para resguardarnos del frío y del hambre. Hay muchas
cosas que ya no tenemos, pero al menos se salvó el samovar. Estamos solas con
mamá. Los hombres desaparecieron hace mucho. O tal vez no hace tanto pero a mí me
parecen siglos, envejecí de repente aunque tengo doce años. Siento un peso
enorme en el cuerpo, como si en mi espalda cargara con el peso del mundo, ese
mundo blanco y congelado que paraliza.
Es la guerra. Estamos solas. Vemos y escuchamos cosas que no nos gustaría
ver ni escuchar. Un gusto amargo se escurre por la comisura de los labios partidos
por el frío sin que nada lo pueda parar.
No era así antes de que
papá y mis hermanos se fueran. Sobraba el azúcar y muchas otras cosas y éramos
felices. Sueño a menudo. A veces despierta. Solo nos quedan los sueños. Hay uno
que se repite una y otra vez: acababa de cumplir ocho años y papá me había llevado a patinar en
el boulevard redondo que estaba al costado del río que miraba al mar. Entonces
vivíamos en Bakú. Todo el Mar Caspio se extendía ante nuestra vista. Fue el
último año que estuvimos juntos. La última vez que comimos una torta. Mi torta
con las velitas encima de la mesa de caoba cubierta con el mantel blanco
bordado con florcitas azules y rojas y amarillas porque era el que más le
gustaba a mamá. Es como si lo estuviera
viendo. El mantel almidonado, impecable, tras horas de plancha de mamá que no
le importaban, porque cada detalle debía estar cuidado y en su lugar. Y papá y
mis hermanos riendo y batiendo palmas y cantando. Papá que me toma en brazos y
da vueltas alrededor de la mesa y me dice en el oído, mi princesita, porque
siempre me lo decía. La única niña
después de dos varones y muchos años. Mis hermanos grandes también me mimaban.
Para David, el mayor, yo era como su bebita y me daba todos los gustos. Tiene
once años más que yo. A patinar íbamos con Volodia, mi hermano del medio.
Tenemos cuatro años de diferencia pero nunca importó. Éramos cómplices en todo,
cuando nos reíamos de David que no sabía patinar, cuando bailábamos juntos, a
mí me encantaba bailar. Volodia era más que mi hermano, era mi compañero de
juegos, de travesuras y un campeón con los patines. Él me enseñó. Era
buenísimo. Hacíamos piruetas y figuras increíbles.
Cuando terminábamos de
patinar, cansados y hambrientos, papá me abrazaba fuerte y me daba dos sonoros
besos en las mejillas rojas por el esfuerzo, y me decía venga mi manzanita,
también me decía así, manzanita, por mi cara de luna y las redondelas siempre
encendidas. Ahora ya no tengo cara de luna ni mejillas rojas. No quiero mirarme, mi cara está siempre pálida y con
ojeras y el pelo rubio y largo con ondas y rizos parece paja reseca. A papá
también le gustaba mi pelo y lo tocaba suavecito mientras me abrazaba y
salíamos del boulevard y nos llevaba a tomar el té con strudel en el café de la
señora Dora que lo hacía crocante y calentito, con mucha azúcar encima, canela,
pasas y nueces. Jamás pensé entonces en el dulce como lo hago ahora, con
desesperación. Como si mi vida se hubiera acabado cuando no lo tuvimos. Cuando
empezamos a subsistir de cualquier manera.
Me gustan y no me gustan
los sueños. Me encanta cuando vivo otra vez esos momentos pero cada vez son más
breves, enseguida vuelve el frío y me traspasa y me hace tiritar como una hoja
arrasada por el viento. Entonces cierro los ojos, muy apretados, y me digo que
nunca fue cierto. Sueños, solo eso. Y un día dejarán de serlo. La nieve los irá sepultando hasta perderlos.