jueves, 18 de octubre de 2007


Henrik Ibsen
(1828-1906)
Frente al Teatro Nacional de Noruega
Oslo
Septiembre, 2007

Teatro Nacional de Noruega
Oslo
Septiembre, 07
OCTUBRE, 2007

Pasaron tantos meses, apresurados, como todo hoy en día, y recién hoy puedo volver a comunicarme con ustedes. Recién he vuelto de viaje y escribo en el primer día de octubre, mientras la lluvia cubre Buenos Aires con una pátina gris y los edificios parecen esfumarse entre las contundentes gotas de agua. Tal vez por eso no puedo despojarme de una especie de irrealidad, o más bien, realidad amenazante, cuando por fin concluyo la lectura de uno de los libros del momento, gran ganador de premios, de panegíricos, de posicionamiento en las listas de los más vendidos. Cuando di vuelta la última página quedé solo con un gran vacío y los interrogantes del último tiempo: dónde quedaron las palabras, las imágenes, el placer de una literatura que marcaba a fuego, con pasión; dónde esos libros que se vuelven imperdibles, que consiguen no tener tiempo, que los guardamos con avidez, como tesoros. Siento que he sido burlada una vez más, como el “hombre mercancía” del último libro de Zygmunt Bauman. Soy ese “comprador comprado” por el marketing deslumbrante al que somos sometidos y nos sometemos, náufrago quizás de la “modernidad líquida” en la que vivimos, que es como el agua de esta lluvia incesante, lava todo, se escurre y desaparece, sin huellas. Entonces decido volverme a la naturaleza, recordar el viaje recién hecho. Entre otros lugares estuve en Oslo. Los países escandinavos, todos, exhalan olor a limpio, a orden, a menos injusticia, a pesar del enorme palacio, sede de la actual monarquía, que se levanta al final de la calle peatonal por la que camino. Paso por el frente del Gran Hotel, donde se hospedan cada año los futuros premios Nobel de la Paz, y en frente, unos jardines llenos de flores, cuidadísimos, como todo el resto. Y del otro lado de los jardines, el Teatro Nacional. Un hermoso edificio en cuya entrada se alza imponente la estatua de Ibsen. Me emocina verlo. Diríamos que es como el gran padre, o protector, o iniciador, del teatro moderno. Me cuentan que Noruega tiene tres premios Nobel de Literatura, cuyos nombres jamás escuché. Se perdieron tal vez por algún fiordo inexplorado. A Ibsen nunca se lo dieron. Pero al final, qué importan los premios. Tampoco se lo dieron a Borges. Y lo han recibido muchos de los que ni se tiene memoria. Miro el libro ganador y bestseller que cerré con decepción y rabia, y pienso que los hombres se equivocan, pero no la historia. No hay ningún clásico que en algún momento haya desertado de su lugar. Se mantienen por los siglos de los siglos. Como Cervantes, Shakespeare, Ibsen. Entonces entra por la ventana que continúa gris un soplo de aire fresco, tal vez el aliento que nos impulsa a seguir navegando contra la corriente.
M.K.

viernes, 8 de junio de 2007

La pistolera

La pistolera

Ese mismo día, crecí. Después del incendio. Y las cosas nunca más fueron las mismas. Los lobos que se escondían en el bosque de eucaliptos y aparecían en las noches sin lunas, las brujas que espiaban entre el trigo y la maleza, los girasoles con sus cabezas tan respingadas durante el día y doblados y oscuros cuando el sol se escapaba, allá donde la vista ni alcanza porque nunca se termina la estancia de esa gente muy rica a la que nunca vemos, pero nos cuenta la abuela, todo eso y en especial la pistolera, nunca más fueron los mismos.
Era lo que más me gustaba de los veranos. Cuando nos quedábamos solos, con mis hermanos, los primos y algún amigo y nos perdíamos por esos lugares en los que todo era verde y amarillo y no había ni caminos. Entonces vivíamos muy lejos, en otro país, y hablábamos diferente porque hacía mucho tiempo que vivíamos en ese lugar donde casi siempre hacía calor y era verano. Los primos y los amigos se reían, y a mí no me gustaba, y mis hermanos, que son más grandes, me decían que para qué les hacía caso, total, era divertido hablar distinto y que no nos entendieran, y los miraban a los demás con aire de suficiencia, eso decían los primos cuando nos peleábamos, de dónde sacan esos airecitos ustedes, tan suficientes, tan insoportables. Pero ellos en cambio casi siempre ganaban la guerra, cuando los abuelos ya dormían y cerrábamos las puertas y todo volaba, no solo las almohadas volaban, zapatillas, zapatos, pelotas, lo que hubiera a mano. Me gustaban esos veranos llenos de gente a los que veíamos solo una vez al año. Donde vivíamos no había el bosque de eucaliptos, con los árboles tan altos que parecían tocar el cielo y cuando venía el viento más fuerte, desde el mar, se doblaban enteros y aullaban. Eso les decía a mis hermanos, que son más grandes, y se reían porque decían que no eran los árboles que aullaban, eran los lobos. No me gusta que se rían de mí, porque estoy seguro, sí eran los árboles. A lo mejor estaban rodeados de lobos, no sé, porque cuando hacían pruebas para ver quién llegaba más cerca del bosque, de noche, ni una luz, ni luna ni estrellas, esas eran las mejores noches para hacer las pruebas, los abuelos salían y era como nuestra fiesta secreta, yo nunca alcancé a llegar. Me devolvía cuando empezaba el trigal y me decían mariquita y esas cosas que me hacían llorar, pero me daba miedo ir más allá, estaba lleno de malezas y espinos y después me amenazaban con la muerte, o el degüello, si les contaba algo a los abuelos, y eso era peor que morirse, por la cara que ponían todos cuando la pistolera nos perseguía con el machete en la mano y nos gritaba, chiquillos de porquería, acérquense no más que los degüello, uno por uno, no me importa cuántos sean.
La casa de los abuelos era blanca, con techo rojo y no tan grande, pero cabíamos todos. Cada pieza tenía muchos camarotes y nos peleábamos por dormir arriba. Siempre ganaban mis hermanos. Me daba mucha rabia y cuando ponía cara de que iba a llorar, me decían, hay que hacerse hombre, nada de mariquitas aquí, y bueno, no me importaba tanto porque sabía que después venía la guerra y los primos iban a ganar. La casa no es como donde vivimos, está sola al lado de un campo de trigo, que es todo amarillo, como mi pelo, eso me gritan cuando pasan llevando las vacas los hijos de la pistolera y también me da rabia y quiero gritarles pero se escapan rápido y después aparece la madre montando el caballo negro que los primos dicen que se lo presta el diablo. Más allá del trigal está el bosque de eucaliptos, y atrás del bosque, la estancia enorme que nunca se acaba con los girasoles. Del otro lado de la casa hay un campo baldío en el que jugamos fútbol, todos, los hombres y las mujeres también, aunque no sé para qué, no sirven, le tienen miedo a la pelota, se le escapan, pero igual corremos y traspiramos y nos reímos mucho, a veces de rabia, a veces de verdad, porque ellas no hacen nada. Eso cuando está todo bien y no se arman líos porque a los primos les gusta ganar siempre. Al frente, escondida por las malezas altas, apenas se divisa el techo de la casa de la pistolera, que no es rojo como el de mi abuela. La llaman así, con ese nombre, porque dicen que es muy mala. Yo nunca le vi pistolas, pero sí el machete. Ella tiene los cuatro hijos que me gritan lo del pelo amarillo y muchos chanchos que huelen mal, lo sentimos desde la casa de la abuela, y se pone peor cuando sopla el viento desde la playa. También tiene cuatro vacas y desde el último verano, después de que llovió tanto que la abuela dijo que casi nos ahogamos y vino la inundación por todos lados, la pistolera tiene unos patos que nadan en el laguito que se hizo donde había como un camino de tierra que bajaba entre los pastizales. Más allá de la casa de la pistolera, que siempre anda en ese caballo negro y enorme, mucho más allá, está el mar. No se ve desde aquí, pero uno sabe porque cuando viene el viento trae un olor salado que se pega en todo. Cuando los días están lindos vamos con mis hermanos y los primos hasta la playa, que tiene gaviotas. No me gusta mucho la playa, está llena de gente y la arena me pica. Yo quiero ir de noche, pero nunca me dejan. Lo que más me gusta es el cielo de la playa y de la casa de la abuela, lleno de estrellas, cerquita de la cabeza, cuando no hay nubes. También me gusta cuando sale la luna encima del mar y alumbra con esa luz fría y se columpia en las olas, sube y baja, y seguro que la da cosquillas en la panza, como a mí cuando venimos en el avión y sube y baja, me gusta venir en el avión y entrar por las nubes que parecen algodones blanditos y salimos cerca del sol que brilla tanto que no puedo ver nada y más me gusta cuando es de noche y tengo las estrellas a mi lado, en la ventana, y el avión da vueltas y hunde en el cielo un ala, y partimos las nubes, y después todo se pone feo y negro cuando empezamos a aterrizar. Me gustan los aviones y el cielo.
En las noches, a veces sueño con la pistolera que se acerca al galope en su caballo y no hay nada más, ni playa, ni casa, ni cielo, solo están el caballo y la pistolera ocupando todo, el trigal y la arena están oscuros y llenos de fantasmas. Y a veces son los lobos que aparecen en mi sueño en las noches sin luna, entre los árboles que aúllan, cuando las sombras se esconden más allá del trigal, más allá de los girasoles que ahora están cerrados, verdes y oscuros, el botón amarillonaranja del medio también está escondido y me asusto y despierto traspirando y ahí están mis hermanos, me miran y mejor no les cuento nada porque van a volver a decirme mariquita, hay que hacerse hombre, carajo.
Eso me dicen también cuando corremos hasta el laguito de los patos y vamos con palos y les tiramos piedras y viene la pistolera con los cuatro hijos, que no es una pistolera de verdad, es una bruja, eso dicen los primos, que en vez de tener una escoba para volar como en los cuentos tontos que nos contaban, tiene un caballo negro y un machete enorme para cortarle el cuello a los niños, los buenos y los malos, no le importa. Y aunque mis primos y mis hermanos son grandes, igual salimos todos corriendo.
Pero este verano fue el incendio. Hacía un calor que derretía los techos, eso decía mi abuela y nos mandó a todos a la playa. Pero era igual, el aire caliente, la arena imposible de pisar, moscas y mosquitos que se metían por la boca y la nariz, entrábamos al agua y al salir parecía que nos secaba el viento caliente del África, eso decían mis hermanos y no querían jugar a nada y yo me aburría y la arena me picaba más que nunca. Hasta que nos avisaron que fuéramos rápido hasta la casa. Nunca había visto algo así. Tampoco mis hermanos. Ni los primos. Ya desde lejos se sentía el ruido. Como lobos devorando. Crujía el trigal. Los árboles tronaban. El olor era sofocante. El humo negro se extendía casi hasta la misma playa. Las llamas naranjas y rojas avanzaban, como un ejército en combate, disparando para todos lados, cada vez más rápido. Se iban arrastrando entre el trigo, seguían por el bosque, dios, era insoportable el ruido, el ruido, y otra vez el ruido, como si los eucaliptos se quejaran, o a lo mejor eran los fantasmas que gritaban. El humo negro subía por el cielo como nubes de tela gruesa. El día se hizo noche. El calor era irrespirable. En donde había una llave de agua nos pusimos todos con los baldes que repartía la abuela. En fila, los pasábamos, cada vez más rápido. Era inútil, el fuego nos ganaba. Los bomberos no llegaban y estábamos rodeados. Entonces la abuela, desesperada, gritó entren rápido y saquen lo que puedan, lo más importante, y yo corrí hasta mi pieza y saqué la pelota y casi me asfixio. Después vinieron otros hombres con palas y ramas. Hay que pegarle al fuego para que no avance, gritaban. El calor se ponía peor, todo era rojo, el aire debajo de la tela negra, los árboles encendidos, la cara de mis hermanos, las manos bajo el tizne negro. Y desde los árboles venían más truenos. O gemidos, no sabíamos. Todos empezaron a decir que había sido la pistolera, de puro mala, con esos hijos gritones y los animales. Que alguno había encendido la mecha. Otros decían que era ese calor del infierno. Ni una nube, nada de lluvia, lejos la tormenta. Que así el pasto se incendia solo. Todo a la vuelta y más allá de donde alcanzaba la vista era una sola llamarada. Hasta que cambió el viento y nos salvó una parte de la casa. El incendio siguió otro camino, devorando. Duró varios días. Los bomberos despejaron carros y carros de agua. Hombres con mantas y machetes guerreaban como podían entre las llamas. Lo peor era cuando se acababa el día. Quedaban los carbones encendidos y venía de nuevo el viento que podía dispararse para cualquier lado y todo empezaba. Esas noches estuvimos haciendo guardia, cada hora cambiábamos el turno. Primero no querían dejarme, pero las horas y los días pasaban y todos los ojos eran necesarios. No hice guardia solo, me acompañó uno de mis hermanos. Por fin descansamos cuando no quedó ni un solo tronco encendido. Entonces miramos. No había ni trigo, ni bosque, ni girasoles. Tampoco había lobos. O habían huido. Una parte de la casa de la abuela hubo que clausurarla. Los primos con los amigos se volvieron a sus casas. La abuela estaba triste y asustada. A la pistolera se le murieron varios animales. Los hijos no gritaban. El pasto y la maleza alta que antes escondía la casa ya no estaba. Y entonces la vimos. Se había bajado del caballo y era bajita, casi de mi porte. Recorría con el machete los pastos quemados. La casa era apenas un rancho con puertas y ventanas de cartones que se habían quemado. Los cuatro hijos ahora lloraban. La vimos sentarse en medio de la destrucción. El incendio había dejado todo a la vista. La cabeza baja, como derrotada. Por un momento. Luego se subió al caballo, tomó el machete como si fuera bandera, y al galope por los campos, iba gritando, al diablo carajo, no va a ser un incendio de mierda el que me voltee, sola como las ratas he criado estos hijos, no va a ser un incendio de mierda el que destruya a la pistolera, gritaba al galope endemoniado del caballo, enorme otra vez, como una sombra que crecía entre las sombras que se habían salvado, y ninguno de nosotros nos atrevimos a pronunciar ni una sola palabra.

Veranos turbulentos

Tengo que aprovechar que recuperé la memoria y estoy manejándome de nuevo en el blog, por lo que no voy a hablar sólo de las vacaciones. También de escritura.

Primero: revisé mi lista de favoritos, ya publicada, y me di cuenta de que sólo hablé de mis preferidos del siglo pasado, por lo que ahora les cuento de novelas más frescas y que me gustaron mucho: Valfierno, de Martín Caparrós y Delirio de Laura Restrepo.

Segundo: voy a proponerles para leer un cuento de mi libro Veranos turbulentos, que obtuvo el Segundo Premio del Concurso Victoria Ocampo 2002

Este lugar enigmático es Caleta Gonzalo. Un puntito en uno de los muchos fiordos del sur, sur de Chile. Ahí no hay nada más que una apabullante naturaleza: mar tranquilo, apenas un brazo del bravo mar del sur, cerros con una exhuberante vegetación, una verdadera selva, y a lo lejos, la cordillera nevada. Esta es la entrada a Pumalin, la famosa reserva del gringo que compró enormes pedazos del sur. El silencio sobrecoge. El frío también. Es de una belleza innarrable. Y tampoco cabe dentro de la imagen lo que los ojos pudieron ver. Pero igual quise compartirlo con ustedes.

Vacaciones en la Carretera Austral, Chile



Tal como prometí. Algunas fotos de mi viaje. ¡Me hice amiga de la nueva camarita! Volví hace varios meses, no me perdí en ese confín del mundo, aunque muchas veces me creí perdida. Esta imágen, con la pequeña isla al fondo, fue el primer lugar donde llegamos, en el inicio del trayecto, al que sólo podíamos acceder en camioneta y cuando bajaba la marea, atravesando por la arena aún con agua. Por lo que teníamos que tener los datos precisos de las mareas. ¡Toda una aventura!

jueves, 26 de abril de 2007

Hola, estoy de vuelta.
¡Ya estamos a fines de abril! El tiempo vuela, pero ya no como siempre, ahora es en velocidad de trasbordador, cohete, en fin, alguno de esos artefactos que tienen una velocidad más allá de lo imaginable. Ni yo puedo creer cuántos meses pasaron desde que volví de las vacaciones. Tendré que amigarme de nuevo con mi blog. Y contarles que realmente pasaron muchas cosas, como a todos. Ya les había dicho que me iba en vacaciones aventureras. Era cierto. Por suerte salió todo bien pero tuve miedo. Anduve por la carretera austral de Chile. Con miedo y todo, disfruté de esos parajes silenciosos, fríos y bellos. La naturaleza ahí se desborda. Es como que el fin del mapa, el fin de la tierra, concentrara todo en un pequeño espacio, que a la vez es inmenso. Es el fin del mundo pero es como si fuera todo el mundo. Como lo hubiera dicho, mucho mejor claro, Borges.

miércoles, 3 de enero de 2007

Un capítulo de la Vuelta al Mundo en 80 circos

Todavía no me fui.
Pensé que he hecho declaración de principios, hablé de mi última novela, pero no he puesto nada de mi escritura. Y ya que no estaré unas cuantas semanas, creo que sería bueno dejar algo para que me vayan conociendo. Ya les conté que esta novela tiene muchos personajes, voces, lugares, por lo que el maestro Bratosevich, mi maestro y a quien admiro profundamente, escribió que es una novela polifónica. Este capítulo que dejo ahora es la voz de uno de los personajes, Selma, que es brasilera, de Bahía, compañera de Clodoaldo, el maestro de ceremonias, con el que se había ido a un circo de Alemania, en la RDA.

SELMA
(En la RDA, República Democrática Alemana)


Es un cable rojo, gordo, que se alarga en la nieve. Sale desde la boca del señor Mariano. Otro cable, más fino, se asoma por la nariz. Se juntan bajo su cara. Está tendido cabeza abajo. Parece un muñeco de trapo. No. Parece una marioneta con los cables cortados. Se ensanchan. Y se alargan. Sólo los cables son rojos y todo es blanco. La cara del señor Mariano. La calle. Los árboles al otro lado de la calle. Mi ventana. Todas las ventanas. El mundo es blanco. Y los cables rojos se llevan por ese mundo blanco la sangre del señor Mariano. Tirado allá abajo. Seis pisos abajo. Bastaron. Pobre viejo. Muy solo. Eso me dijo ayer cuando nos cruzamos en el pasillo. Muy sola le contesté rápido. Me pesaban las bolsas de las compras. Hay que comer todos los días, me dijo sonriendo. Por suerte, le dije. Tenemos para comer todos los días. No como en la favela. Ni agua teníamos a veces. Con el calor de allá. Bahía, tierra linda. Tan lejos. No sé por qué apareces en medio de este desierto congelado. Bahía de los mil colores. Te tenía olvidada. Sustituida. No quiero recordarte. Tierra oliendo a acarajés, agulhas fritas, cachaça. En la boca sin dientes de mi padre, en los ojos que se le ponen como dos brasas. Todo huele a cachaça y a sudor. Se exhala calor y miedo. Tengo miedo del cable grueso que sostienen las manos ásperas de mi padre, que lo maneja como un artista, así dice. Me duele mi Salvador del Pelourinho negro y del mar azul y caliente, me duele en las piernas y en los brazos. Moretones rojos y después violetas y verdes y amarillos. Bahía tierra de colores. Mi padre artista con un cable en la mano me lleva al orfanato de las monjas. La mano áspera de mi padre. La aprieto con fuerza. Vas a aprender alguna cosa útil. Serás mejor que la puta de tu madre. Nada de lloriqueos. En Salvador, Bahía, quedó el dolor. Sin madre. Mejor, dijo. Una puta. Así dijo mi padre una vez que estuvo sobrio. No te quiso. Ya está. Se fue. Quién sabe dónde ni con quién. Me tienes a mí y ahora a las monjas. Vas a aprender. No como tu madre. Seguro. Aprendo. De rodillas. Limpio el piso. De rodillas la penitencia. Vas a aprender dice la Madre Superiora. Ligerito amansamos a las rebeldes. Odio este lugar. Me refugio en la capilla y hago que rezo. Dicen que Dios que es grande y justo me mira. No es cierto. Sólo Madre Gracia me mira. Que no es mi madre. Si no fuera por ella sería el infierno. Mi padre nunca más vino. Estás huérfana, dijo la Superiora, y creciste. Me mandaron a la casa de una gente rica. Tengo once años y miedo y hambre. Es hora de que te ganes el pan que comes dijo la Superiora. Pan trae la Madre Gracia cuando estoy de castigo. A escondidas. Salgo de noche de la casa de los ricos. A escondidas aprendo. No me dan respiro. Gano el pan. Hay un candomblé cerca. Escucho los atabaques, los tambores. Me llaman. Selma Selmaaaaa, dicen y repiten. Xangó, Exú, danzan, se corporizan, hablan con bocas que huelen a charutos y a cachaça. Como la de mi padre. Nunca más vino. Dios en las alturas me mira. Eso dicen las monjas. Tampoco vino. Los Orixás de Bahía me miran. Desde el cielo o desde los infiernos. No me importa. Ellos me miran con las bocas con cachaça y giro en medio de los vestidos blancos las pulseras los collares los gritos todo gira las luces los pies descalzos los pais de santo las maes lejos de la capilla silenciosa donde el dios de la madre superiora no me mira. Hasta que vino Curiel. Yo me hago grande en la casa de los ricos, una vez más me escabullo, los tambores llaman desde la otra esquina y Curiel se cruza en mi camino, no me gusta, su boca también huele pero dice que soy linda y me desperdicio y que la vida me llama y que en Río de Janeiro todo es diferente. Nos vamos y en Río hay más gente y el mismo calor y las mismas favelas, todo lo mismo pero mucho más grande y Curiel dice que trabaje pero nada de casas de ricos porque mucho trabajo y poca paga y a la rua, niña, a la rua, creces linda y no vale la pena que te desperdicies. Amansamos a las niñas rebeldes dice la madre superiora. Vas a ver cómo te amanso, dice Curiel con los ojos como dos brasas. Moretones de todos colores. También en Río. También con Curiel que ahora se parece a mi padre. Como un cable rojo se escurre la sangre. Nariz quebrada dijo el médico del hospital inmundo y lo miró a Curiel. Y él como si nada, como si viera llover, y sólo dijo, con el ceño fruncido, eres porfiada niña. Y un día desaparece y vuelvo a ser huérfana. Con la nariz un poco desviada y sola en la inmensidad de la favela de Río de Janeiro. Hasta que llegó Clodoaldo. Y dijo que no podía ser, no más. Miren, en cualquier dirección, las dimensiones escalofriantes de la pobreza, dijo, y yo que casi no le entendía las palabras pero lo escuchaba sin moverme, sin respirar. Todos hacinados como cerdos, esto no es más posible, siguió diciendo en la noche esa voz aún desconocida de Clodoaldo bajo un montón de estrellas y en la inmensidad de la favela en la que yo estaba sola. Y allá abajo seguía el mismo mar azul y los recovecos de los morros y las luces. Como de mentira. Las luces y la voz fuerte de Clodoaldo diciendo cosas que nadie decía. Como de mentira. Porque no hay que permitirlo, no más, y esas palabras dichas así, tan claritas, eran como música. Repicaban en mi cabeza. Como los atabaques del candomblé allá en mi Bahía. El señor Mariano no va a escuchar mi música. El señor Mariano está solo. Hace mucho, me dijo. Perdí a mi hijo y a mi nuera quién sabe adónde, me dijo, y nunca más supe de ellos. Supongo que están muertos. Pero nunca nos dijeron. La Tola, que es mi señora, que era mi señora, se me murió de pena. Pero hay que cambiar las cosas señor Mariano, eso aprendí con el Clodoaldo, le dije. No hay que bajar los brazos. Cierto, mija, cierto. Eso me dijo cuando nos cruzamos en el pasillo. El señor Mariano no huele a cachaça. En esta ciudad blanca nada huele. El señor Mariano se está helando por dentro. Yo también empiezo a helarme por dentro. Los ojos de Clodoaldo ya no destilan fuego cuando me miran. Sólo hay frío y hielo en todas partes. Y sus ojos no me miran Son dos espejos de agua congelada. En ellos se refleja el mundo blanco. Tan clarito. Cada vez más blanco. Sólo una inmensidad blanca sin favelas detrás de las ventanas. Una inmensidad en la que también estoy sola. Un blanco liso sin giros sin recovecos sin la música que giran sin los pies que danzan. Al señor Mariano se lo llevaron. Nunca más mirará mi culo haciéndose el distraído. Pobre señor Mariano tan solo con la pena por su hijo y su nuera y la Tola que era su señora. La nieve lo borra todo. Ya no queda ni rastro de los cables rojos que brotaban de la cara del señor Mariano. Se lo llevaron. No queda ningún rastro. La nieve nos va a borrar a todos. Va licuando las cosas y las personas, así, despacito, como la nieve blanda. El mundo es de algodón. El mundo se deshace en gotas. La boca de Clodoaldo está cada día más hermética. No dijo nada del señor Mariano. No dijo nada.
Ya no siento la música ni las palabras ni los atabaques
quiero escucharlos y no puedo
están lejos
Xangó y Exú también me dejaron sola
miro a través de las ventanas y sólo veo las gotasojos de clodoaldo
su rostro se deshace en gotas
todo son gotas que caen lentas y me inundan la ventana y después se congelan
hace frío y blanco y Clodoaldo no me mira con sus gotasojos
sólo las deja caer lentas y es una tortura disimulada
las gotas caen sobre mí desconociéndome
caen y van horadando lo que encuentran a su paso
las ventanas blancas gotean los ojos de clodoaldo las calles los árboles al otro lado de la calle todo gotea
el mundo es un lago inmenso que se congela
odio estas ventanas y todo blanco y miro y sigue blanco por días por meses odio este mundo frío y parado que me quitó la música
odio los ojosgotasblancasheladas de clodoaldo que no me miran
Mi Salvador Tan lejos Mi Salvador en la Bahía de Todos los Santos Lejos No hay santos No hay orixás Se congelaron Me congelaron Lejos Clodoaldo es una esfinge de hielo Odio las esfinges Soy huérfana de nuevo Odio mi Salvador Lejos
lalucha siempre nobajenlosbrazos dice Clodoaldo
elseñorMariano NoLucha
elseñorMarianocaídoen la nieve
no está más el señorMariano
selollevaron lejos lejos lejos
y no lucho y bajo los brazos y meodio y estoysola
MeOdio lejoslejos
YBAHÍAY CLODOALDOYTODOSLOS SANTOSESTÁN LEJOSLEJOSLEJOS
Yoestoy solasolasolasolasolasolasolaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

Capítulo 11
De La vuelta al mundo en 80 circos (novela)
Autora: Mireya Keller

Vacaciones

Justo ahora que me estoy haciendo amiga de mi blog me voy. Pero será por poco, al menos eso espero, volver sana y salva. Porque voy a tener unas vacaciones bastantes aventureras, y eso que no soy para nada aventurera: las paradojas de la vida. Les cuento a la vuelta.
Ah, antes de irme: sobre mi "Declaración de principios".
Las volví a leer y pienso que es bastante duro y solitario remar contra la corriente. También puede ser peligroso. No creo que uno podría perder la vida en el intento, pero sí la cordura. O que lo tilden de bobo, ingenuo, naif, y otros cuantos epítetos más. Pero quién dijo que a los que somos capaces de pasarnos 7 o 10 años escribiendo y corrigiendo y volviendo a corregir un mismo texto, por nada, o porque tenemos el bichito malsano de la perfección alojado en algún lugar del cuerpo, o porque tenemos compulsiones raras, en fin, a los que escribimos sin otro destino que cumplir nuestro extraño mandato interno, puede importarnos perder la cordura. O que nos tilden de bobos, ingenuos, naif. ¡Claro que no nos importa! Ahí vamos, simplemente. Y tal vez en el camino nos encontremos con otros ingenuos desconocidos y anónimos. O no. Pero ahí vamos.
¡Hasta la vuelta! Y si logro también hacerme amiga de mi nueva máquina de fotos, prometo imágenes en el blog.

martes, 2 de enero de 2007

A cerca de los libros

Cuando nos aproximamos a un libro generalmente no sabemos lo que esconde entre líneas. Es decir, la cocina, lo que queda entre las sombras para siempre. Para romper con este hábito y aprovechando este espacio abierto, quiero contarles, por ejemplo, que La vuelta al mundo en 80 circos tuvo como 20 títulos diferentes hasta llegar al actual y que nació en una noche insomne en Roma, en un hotel en el que no había otra cosa para anotar que una revista de propaganda de viajes, y que escribí todos los personajes que tiene la novela, y que son muchos, encima de las letras impresas. Eso fue en una noche de septiembre de 1993 y sólo después de innumerables correcciones, reescrituras, relecturas, etc., por fin fue parido como libro en Buenos Aires, en el 2006. Durante esos años, todo fue cambiando, menos los personajes, que se mantuvieron firmes, contra viento y marea. Todo fue cambiando por esa obsesión loca que tenemos los que amamos la palabra, de encontrar la frase justa, la imagen que retrate mejor, el color que tenemos guardado en la retina, el olor, el sentimiento que estremece. Porque cuando te dicen qué bien, qué fácil se lee, esa persona ni sospecha el sudor derramado ante la pantalla (escribo directo en la computadora, por fin, después de muchas hojas arrugadas y de no darle tregua a la máquina.)
Y después de todo ese trabajo, ¿qué queda? Un libro que pocos conocen y la satisfacción de una pequeña tarea cumplida. ¿Cumplida? Al menos para ese difícil personaje que es uno mismo, que molesta cuando menos se lo espera. Porque no es fácil saber por qué darse tanto trabajo: duro, silencioso, anónimo. Miro en este momento la contratapa que escribí yo misma en mi primer libro, que vio la luz en Santiago de Chile, en 1987, y hoy tendría que decir exactamente lo mismo:
En éste mi primer libro, sé que empiezo un camino difícil. Siento que las revisiones deberían ser infinitas, porque tal vez sean infinitos los lazos entre la ficción y la realidad, entre el todo y los fragmentos. Pero como en los espacios pequeños o grandes que se crean, siempre rondan los fantasmas, necesitaba deshacerme aunque fuera de algunos de ellos y ustedes se transforman en mis impresicindibles cómplices anónimos. Y si en este empeño alguien camina mis mismas huellas, entonces además valió la pena y lo agradezco.